Las noticias hace mucho que dejaron de ser
buenas por aquí. Las estadísticas afirman que uno de cada cinco está en el
paro. Los salarios reales van a la baja. El sistema fiscal es progresivamente
regresivo y las prestaciones sociales muy restrictivas. La consecuencia de todo
ello: cada vez más desigualdad y cada vez más pobreza, incluso, entre aquellos
que cuentan con trabajo como yo. También es que uno de cada cinco puede estar
afectado por una enfermedad psíquica como la paranoia o la esquizofrenia sin
siquiera saberlo. Está comprobado que mucha gente esconde impulsos psicópatas
que cree pasajeros pero que cada vez son notoriamente más constantes y
violentos a causa de los contratiempos que le acarrean a la sociedad estos
tiempos de crisis económica y negatividad que vivimos. Tengo 34 años y no creo
que se me esté yendo la chaveta de ese modo, aunque muchas veces pienso en el
futuro y es nada. Nada.
Cierro
el diario como matando a un bicho repugnante que me mosqueó la mañana del puto
lunes. Asqueado lo arrojo todo por la ventana comunitaria. Asqueado regreso al
baño y vomito algo del desayuno y nervios. Asqueado me tiro en el sofá y busco
el control de la tele, el del TDT y el de la memoria externa. Aprieto el botón
rojo del ON a cada uno. Asqueado cambio Mujeres, hombres y viceversa, una
reposición de Callejeros Viajeros en la concha de tu madre y la gala de la
noche anterior de Splash. Un asco de televisión de mierda. Descuelgo la chupa y
me la pongo de un portazo bajando la escalera. Noto que la calle se mueve
debajo de mis pies como una cinta de caminar muy rápida. Aprieto el play del
Mp3 y siento como que voy en nivel 10 con pendiente a 45 grados. Me jadean los
bronquios en el esfuerzo. Todo mi cuerpo se oxigena de un aire impuro de ciudad
que huele a opio. Es la hora punta de la media mañana y solo se ven algunos
viejos meando a los perros en las muchas persianas bajadas de los alrededores y
marujas tirando de los caros de la compra, ruidosos camiones de reparto
doblando en las esquinas, unos barrenderos fumando y manguis, muchos manguis. Hay
unos cuantos coches aparcados en la zona verde de la Escuela Industrial juntando
mugre, hojas secas y bolsas rotas del Mercadona. Hace mucho frío y el ambiente
está que parece que van a llover meteoritos pero que no. Veo en los contenedores cercanos a
los supermercados a gente metida a medio cuerpo buscando algo para comer o
vender. En el quiosco de revistas hay más diarios deportivos que diarios
independientes. En los bancos de la rambla de Avinguda Tarradellas algunos
indigentes aguantan el frio con un vino de caja. Son cinco. Uno de ellos lee un
libro tirado en el suelo un poco apartado del resto. Paro mi aturdida carrera
atrapado por la curiosidad. Me acerco a un árbol cercano cubriéndome la cara a
contraluz para verlo mejor. Está estirado a lo largo sobre una esterilla
hecha con cartones de embalaje, el petate mugriento a su costado, tiene puesta
una chaqueta muy pesada de color verde oliva y un pantalón de montaña lleno de
arañazos. Me acerco un poco más y reconozco la cara poceada de Bukowski en la
portada del libro. Entonces me siento en el espacio libre del largo banco y me
le quedo mirando a escasos dos metros. Quise verle de costado por impulso de la
duda, así noté que su gesto de profunda compenetración en la lectura me era
familiar: lleva gafas redondas de monturas muy finas como yo, la barba muy
crecida debajo de la nariz de caballo, encrespada, canosa y desprolija como la
mía cuando me la dejo crecer. Un poco pelo grasoso se le escapa por debajo de
la gorra de lana negra de I Love Barcelona. Respira relajado, no le presta
atención a nada que no sea su lectura. Gira la cabeza de golpe y me ve,
viéndolo descaradamente desde el extremo. Me sonríe con pocos dientes. Parezco
feliz.