Ahí viene el candidato de nuevo, con el torso desnudo y un arco de triunfo entre las piernas, sostenido únicamente por unos mástiles satisfactorios de un flash que enceguece. París estaba tan linda que le dio una cagadera de perros. Desde el Louvre, la cinta transportadora lo llevó al cementerio donde las viejas glorias se revuelcan en el lodo y una espesa y húmeda calima pende sobre ellas. Hundió un dedo en el fango al recién entrar, mientras trató de estrangular esa sensación de conquista perdida en la pierna entumecida. Venció el carraspeo de rodillas, ante la lápida de una vieja gloria de bronce. La siente retorcerse entre las raíces del ciprés, como una anguila en la orilla universal de un río, como una piedra en el riñón, un dolor en los huevos, o como un pensamiento caduco. Y todos los que pasaron a su alrededor flotando a un palmo del suelo lo vieron así como estuvo, caminaban rodeándolo y riendo, hundiendo sus narices en los cuellos de sus gruesas gabardinas. Desde lo alto, un rayo que se coló rajando la espesura les frunció la mirada, todos están muertos, atónitos por el paso del tiempo que va como un viento que de los charcos viene, sumergidos con la nariz en Sopor Nº 5 y en tréboles de cuatro hojas, transportando la ignominia a un invierno ecuatorial del negro y sudoroso almizcle de las consecuencias nefastas. Los muertos muy estirados siguen ahí, muertos e ilustres desconocidos, premiados por la sublime voluntad en vida de ir descalzos por la vereda del sol, contemplando como una placa recordatoria anida en casi cada esquina de la ciudad y las enciclopedias. Se los imaginó colgados de un cielo raso, bamboleándose cual condecoración en el pecho, que a estas alturas, ya ni sus pensamientos ni sus tormentos valen lo que su peso en silla de ruedas. El candidato gana. Existe. Respira y bufa una vez más al electrificar sus movimientos. Un angelito rosado y regordete pende del cuello de aquella estatua que señala al cielo, y por delante, pudo ver a los canallas, tomando la tierra ya conquistada con un escozor que les enciende las nucas rojas. Borrachos, beodos saltimbanquis flotando en una pata, conjugaron los flashes en un caleidoscopio donde las obras monumentales, los soldados desconocidos y los pies salados, confusamente, al costado de todos los ríos del mundo se recopilaron fundando civilizaciones. Y el Sena ha sido una catarata de ideas desde siempre. Simples ideas de vívidos resquemores que al final fueron a desembocar en un inmenso mar muerto a escobazos, al que todos los barcos extendiendo velas han ido en zozobras a hundirse sin más. Pero hay elefantes que sostienen este mar y todas las cosas. Lo hacen plano y artrósico a este mundo, al mantener a toda costa la idea primigenia de obtusidad, que es tan redonda como la última cena del Cristo, en la que todos los actores cumplieron con su función, y los traidores, apenados de su suspicacia, al verse ellos mismos desde ojos vacuos en la esquina negra del miedo donde las enfermedades se curan con sangrados en este sórdido vértice de la encrucijada existencial, se mutaron en unas sanguijuelas apestosas que te chupan el alma como si de cabezas de camarones se tratara, chupeteándose los dedos que se huelen desde la legua, para mezclarse con los fluidos estomacales de los gatos sacros de Notre Damme, jurando multiplicar los panes y los peces como un lobo su inocencia, como si ante la paleta sin ganas de un maestro pintor sin luz se encontraran. El candidato juró lealtad cortándose un dedo, ofreciéndoselo a su sanidad. Caminó solo de vuelta, pero bien acompañado esta vez por él mismo. Compró unas baratijas en Montmartre y las guardó en su joroba. Vió caer el sol hacia algún lado fundiéndose con la estela de los edificios en el Pont-Neuf, clavándose en la memoria de los siglos de las luces. Su día fue satisfactorio en principio. Aprendió que está solo. Y esa misma noche, ya de vuelta en el hotel, un saludo y una larga alfombra gris lo condujeron al elevador, habitación 315 en Montparnasse, con vista al patio interno y a una inmensa torreta de telecomunicaciones. Abrió la ventana, encendió un cigarrillo, y apoyando sus codos en el umbral de la ventana dejó que el rumor del exterior le refrescara los recuerdos de aquella experiencia que acabó de vivir esa misma tarde, tan vulgar e impersonal y obtusa, que de tan subyugante, le dejó la mandíbula desencajada y colgando de un hilo de baba. Se incorporó y apoyó un hombro al dintel, borracho de éxtasis, así es que esbozó una sonrisa como un cuarto creciente. Que feliz y deslizante se ocurría.” París está que se sale… Hoy es sábado noche y ya cobré… 20 euros la mamada… Suena interesante… Tal vez le pida al recepcionista ese número de teléfono…”
12 de marzo de 2012
Diario del león y la marmota (parte 1, El León)
Ahí viene el candidato de nuevo, con el torso desnudo y un arco de triunfo entre las piernas, sostenido únicamente por unos mástiles satisfactorios de un flash que enceguece. París estaba tan linda que le dio una cagadera de perros. Desde el Louvre, la cinta transportadora lo llevó al cementerio donde las viejas glorias se revuelcan en el lodo y una espesa y húmeda calima pende sobre ellas. Hundió un dedo en el fango al recién entrar, mientras trató de estrangular esa sensación de conquista perdida en la pierna entumecida. Venció el carraspeo de rodillas, ante la lápida de una vieja gloria de bronce. La siente retorcerse entre las raíces del ciprés, como una anguila en la orilla universal de un río, como una piedra en el riñón, un dolor en los huevos, o como un pensamiento caduco. Y todos los que pasaron a su alrededor flotando a un palmo del suelo lo vieron así como estuvo, caminaban rodeándolo y riendo, hundiendo sus narices en los cuellos de sus gruesas gabardinas. Desde lo alto, un rayo que se coló rajando la espesura les frunció la mirada, todos están muertos, atónitos por el paso del tiempo que va como un viento que de los charcos viene, sumergidos con la nariz en Sopor Nº 5 y en tréboles de cuatro hojas, transportando la ignominia a un invierno ecuatorial del negro y sudoroso almizcle de las consecuencias nefastas. Los muertos muy estirados siguen ahí, muertos e ilustres desconocidos, premiados por la sublime voluntad en vida de ir descalzos por la vereda del sol, contemplando como una placa recordatoria anida en casi cada esquina de la ciudad y las enciclopedias. Se los imaginó colgados de un cielo raso, bamboleándose cual condecoración en el pecho, que a estas alturas, ya ni sus pensamientos ni sus tormentos valen lo que su peso en silla de ruedas. El candidato gana. Existe. Respira y bufa una vez más al electrificar sus movimientos. Un angelito rosado y regordete pende del cuello de aquella estatua que señala al cielo, y por delante, pudo ver a los canallas, tomando la tierra ya conquistada con un escozor que les enciende las nucas rojas. Borrachos, beodos saltimbanquis flotando en una pata, conjugaron los flashes en un caleidoscopio donde las obras monumentales, los soldados desconocidos y los pies salados, confusamente, al costado de todos los ríos del mundo se recopilaron fundando civilizaciones. Y el Sena ha sido una catarata de ideas desde siempre. Simples ideas de vívidos resquemores que al final fueron a desembocar en un inmenso mar muerto a escobazos, al que todos los barcos extendiendo velas han ido en zozobras a hundirse sin más. Pero hay elefantes que sostienen este mar y todas las cosas. Lo hacen plano y artrósico a este mundo, al mantener a toda costa la idea primigenia de obtusidad, que es tan redonda como la última cena del Cristo, en la que todos los actores cumplieron con su función, y los traidores, apenados de su suspicacia, al verse ellos mismos desde ojos vacuos en la esquina negra del miedo donde las enfermedades se curan con sangrados en este sórdido vértice de la encrucijada existencial, se mutaron en unas sanguijuelas apestosas que te chupan el alma como si de cabezas de camarones se tratara, chupeteándose los dedos que se huelen desde la legua, para mezclarse con los fluidos estomacales de los gatos sacros de Notre Damme, jurando multiplicar los panes y los peces como un lobo su inocencia, como si ante la paleta sin ganas de un maestro pintor sin luz se encontraran. El candidato juró lealtad cortándose un dedo, ofreciéndoselo a su sanidad. Caminó solo de vuelta, pero bien acompañado esta vez por él mismo. Compró unas baratijas en Montmartre y las guardó en su joroba. Vió caer el sol hacia algún lado fundiéndose con la estela de los edificios en el Pont-Neuf, clavándose en la memoria de los siglos de las luces. Su día fue satisfactorio en principio. Aprendió que está solo. Y esa misma noche, ya de vuelta en el hotel, un saludo y una larga alfombra gris lo condujeron al elevador, habitación 315 en Montparnasse, con vista al patio interno y a una inmensa torreta de telecomunicaciones. Abrió la ventana, encendió un cigarrillo, y apoyando sus codos en el umbral de la ventana dejó que el rumor del exterior le refrescara los recuerdos de aquella experiencia que acabó de vivir esa misma tarde, tan vulgar e impersonal y obtusa, que de tan subyugante, le dejó la mandíbula desencajada y colgando de un hilo de baba. Se incorporó y apoyó un hombro al dintel, borracho de éxtasis, así es que esbozó una sonrisa como un cuarto creciente. Que feliz y deslizante se ocurría.” París está que se sale… Hoy es sábado noche y ya cobré… 20 euros la mamada… Suena interesante… Tal vez le pida al recepcionista ese número de teléfono…”
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