22 de octubre de 2013

Bob Esponja in the sky with diammonds.


 
 

 
 

  No creo en las casualidades. Estoy convencido de que por un motivo u otro es que una cosa deriva a otra y así siempre. (A) deriva en (B) y no puede ser de otra manera porque debe ser así. Llamémoslas causalidades, mejor. En eso sí que creo, en las causalidades. Aún desconociendo los motivos, algunas de estas causalidades derivan en las consecuencias que menos esperaríamos. Y eso las vuelve personalísimas y destacables. En mi afán de buscar causas y consecuencias es que por costumbre me siento en el banco más alejado bajo las sombras húmedas de Plaza Catalunya, gafas Polaroid negras, mp3 puesto al 20, me cruzo en un nudo de piernas y observo. Una, dos horas. Tomo notas. Tengo muy bien observados a los personajes de la plaza, pero mis favoritos son los turistas. A veces los dibujo con alguna de las fuentes de fondo o les insulto con letra grande imprenta ARIAL usando el boli rojo. Me crean una controversia, debo admitir, porque mi modo de ganarme la vida depende de la buena afluencia de turistas en Barcelona, pero por otro lado, me fastidia el solo hecho de que existan y todo ese circo decadente que tienen montado para ellos. En todo caso, no dejan de ser pintorescos sus modos de desenvolverse en un entorno desconocido y lleno de tantas tentaciones ideadas en exclusiva y solo para que ellos gasten todo su dinero. Alguna vez arrebatado por un impulso heroico de indignación quise avisar del engaño, hacer justicia por mano propia y aparecerme con una pancarta advirtiéndoles de que no le crean a nada de lo que les quieran vender o regalar con cupones de descuento, pero en ese caso me quedaría sin trabajo, ¿y de qué viviría entonces?, ¿de escribir sobre causas y consecuencias?

  De los personajes estables de la plaza, el que cobró cierta notoriedad es el nudista de la calle Ferrán últimamente. Aunque el nudismo está prohibido desde hace un tiempo por el casco antiguo, él se aparece a pelota suelta de todas formas y las alemanas viejas se vuelven locas. Cuando se aparece por la plaza acapara todas las miradas y enseguida vienen los de la guardia urbana o la policía turística para detenerle y redactarle una multa por exhibicionismo. A él se la pela porque todo el mundo le festeja, le sacan fotos y hasta, se dice, le pagan las multas ipso facto; posa para las fotos con tanto brazo y esquiva la ley con la complicidad de los turistas. Cuando se lo ve correr porque los agentes le siguen, el miembro le cachetea hasta el pecho batiendo sonoras palmas que llaman la atención, se esconde en algún lado y al rato aparece de nuevo. Y vuelta al desfile hasta que tarde o temprano lo aprehenden.

  ¿Y a qué viene todo esto?

  A que la semana pasada, como es mi costumbre, me puse a observar y me detuve en un niño castaño que iba tomado de la mano de una mujer castaña y encorvada que sería su madre (un niño de aprox. tres años), en la otra mano llevaba un globo hinchado con helio de Bob Esponja, de esos que venden en la plaza por cinco euros. El nudista de la calle Ferrán venía escapando una vez más de los esbirros a chota suelta desde la esquina de Portal del Ángel, la madre ante la aparición de frente le dió un tirón del brazo al niño y este asustado soltó el globo, que gracias a las leyes de la física se fue disparado hacia arriba, bien arriba hasta que desapareció en el napalm del cielo infinito ante la estupefacta visión del pobre niño, que al instante quebró en desconsoladas lágrimas. Al nudista de la calle Ferrán lo detuvieron una vez más rodeado de turistas, pero aquel niño castaño no dejaba de llorar y la madre no sabía cómo consolarle, varios se detuvieron para aconsejarla, el purrete lloraba a los gritos. La madre lo cogió en brazos y al fin pudo contenerlo, se acercó al puesto ambulante y una gitana de culo gordo le vendió un paquete de chuches mal embolsados, que al cabo de unas horas le provocaron tal descompostura al pobre chavalín en el autobús de vuelta a casa que se cagó encima con un olor nauseabundo. Gran sorpresa fue la de la madre cuando, de vuelta en casa, le cambió el pañal y la ropa sucia de mierda a su hijo y encontró entre las heces unas pequeñas piedras brillantes que al otro día se enteró que eran diamantes, según un tasador conocido del barrio de Sant Andreu; valiosos, muy valiosos. Siete magníficos diamantes por los cuales obtuvo una gran suma de dinero al venderlos en una joyería de Paseo de Gracia y que empleó para pagar la enorme deuda hipotecaria que había contraído con el banco que la iba a desahuciar, según el artículo de Sucesos de este periódico del domingo que leo en pelotas en la (nada turística) playa naturista del Prat, quemándome el sol de frente y escuchando como arranca el psicodélico track número tres y esperando encontrar el boli azul y el anotador cuando estire la mano al bolsillo de la mochila.