Al tipo le quitaron la vida, lo inutilizaron
como persona. Le insultaron, le pegaron, le hicieron la vida imposible desde el
comienzo de sus días. Séptimo y último hijo varón de una familia de lobizones,
problemática y mantenida por un borracho que maltrataba a sus niños y a su
mujer. Tuvo una infancia marcada por la violencia y la desesperación de las
calles de tierra del extrarradio. Transcurrió su adolescencia viviendo al
costado del camino correcto, como era de esperar, siendo un chico muy
conflictivo y soñador, lo cual le condujo a vivir una juventud de vaivenes que
al final no lograron esperanzarlo mucho para conseguir lo que quería lograr en
la vida que se propuso vivir. Nada le entusiasmaba. Vivió en una película de Disney
algún tiempo. Se dejó llevar por las corrientes de las corazonadas y el miedo a
la derrota mucho tiempo hasta que se dio cuanta de que, ya al cumplir 25,
estaba tan corrompido por lo que le rodeaba que así decidió sentar cabeza de
una buena vez, casándose y formando una familia. Lo cual hizo, fue su personal
método para auto convencerse de que la vida tiene algún sentido al fin y al
cabo. ¿Qué es más imprescindible que la familia? Y él quiso ser un buen padre,
no como el suyo. Debía darse cuenta de que la suerte ya no es un método de supervivencia,
que debía comprometerse alguna vez en su vida, compartirla. Necesitaba
demostrarse a si mismo que podía con todo aquello, el tener una casa, hijos,
una parcela en el cementerio, el combo completo. Lo intentó. Lo intentó y le
iba saliendo bien. Su vida era normal, como la de cualquier hijo de vecino que
trabaja un turno de ocho horas y sigue las carreras de motos los domingos por
la mañana. Pero no. Le mutilaron esa dulce esperanza de mínimamente ser feliz
alguna vez en la vida cuando se quedó sin trabajo y sin casa donde pueda vivir
y morir con los suyos. Quebró la fábrica. Su mujer se fue con la hija de ambos
a ocupar su habitación de soltera en lo de sus padres mientras el anda vagando
por las calles pidiendo las sobras, que son muchas a veces, para prepararse algún
caldito que le caliente los huesos en las noches frías de indiferencia y
solitaria ebriedad de la gran ciudad. No consigue trabajo. El subsidio que
recibe del estado no le alcanza para nada, se lo entrega por completo a su
mujer que lo liquida en pocos días, casi exclusivamente en el cuidado de la
niña. Está solo, hace muchos meses que no tiene noticias de su pequeña. Su
mujer le odia. Recoge cartón en la calle por no rebajarse a pedir limosna. Tiene
33 años y se llama Cristian Bertolo.
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