
Me cuelga del vientre como un mono de una
rama. Es enorme, negro y asqueroso, con una cabezota redonda, roja y grande
como una ciruela. Me espanto de verlo en detalle, sus arrugas, su cuello largo
y venoso. Lo avivo un poco con la mano. Estoy solo frente al espejo, tan
aburrido de todo, tan drogado por mis pensamientos y desnudo. Cierro los ojos y
esa escena ocurre otra vez por detrás mío. Un pibe pasa a mi lado en la calle
chascando los dedos como si le sonara en la cabeza una de Carl Perkins. Por
delante suyo, va una de más o menos unos quince años, va sola y con unos
pantaloncillos muy cortos marcándole el culito de niña crecida, sus piernas de
espigas son largas y firmes, la cinturita sigue un compás al caminar como de
patito feo, su camiseta roja de tirantes es corta y le afirma los nacientes
pechos como dos conitos de leche, dos coletas rubias le cuelgan hasta los
hombros, tiene algunas pecas y un tatuaje de henna en el brazo derecho con un corazón
atravezado por una flecha. Me acerco a ella por detrás sin quitarle ojo de
encima, la alcanzo en el semáforo de la esquina, me le pongo al lado y me mira
de soslayo provocándome con esos ojos lánguidos de huerfanita, el niño nos pasa
de largo sumido en su mundo, me doy cuenta de que algo pasó por los bocinazos,
que de repente me acercan a la realidad y al charco de sangre en el asfalto
donde me revuelco.
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