Éramos cuatro los que nos juntábamos a la salida de la escuelita
cristiana que se daba todos los sábados a la hora de la siesta en el salón
principal para actos, que a la vez servía como oficina de los delegados administrativos
del municipio en el barrio los lunes, miércoles y viernes, como así también de
espacio funcional para las asambleas que
oficiaban los punteros del barrio y de salón de actos y reuniones de la unidad
básica “Perón o muerte, carajo” todos los sábados por la noche o los 17 de
octubre sin falta, y también como sede barrial
de los Alcohólicos Anónimos los martes y jueves de 7 a 9 de la noche y
de cogedero todas las madrugadas de época estival. Ahí nos conocimos, ahí nos
unió el caprichoso destino desde aquellos tiernos momentos a transitar un largo
camino juntos en adelante. Nos conocimos
en la sociedad de fomento "Unión y Progreso" del barrio Villa
Esperanza, nuestro barrio.
Siempre nos juntábamos al finalizar la escuelita cristiana, a eso de las seis de la tarde; nos juntábamos con nuestros cuadernos anaranjados de tapa blanda debajo de los brazos pasándonos algún cigarrillo de esos infumables que se solían vender por unidad mientras íbamos charlando y caminando a paso firme hasta el quiosco de Calamaro, que estaba a unas tres cuadras de ahí. Muy tirados en el frente del quiosco nos pasábamos el resto de las tardes tomando una Coca-Cola de litro que lográbamos comprar juntando varios vueltos de los mandados que les hacíamos a nuestras madres, y nos rascábamos las bolas hasta caída la noche.
Éramos cuatro, como te decía: el gordo Marcelo, Saralegui, Patito y yo. Nos unían muchas cosas, pienso, pero lo que nos unía muy principalmente era que nuestros padres fueran cristianos evangelistas practicantes y nuestro total y completo desacuerdo en la putada que nos estaban propinando al obligarnos a asistir a esas penosas escuelas de religión típicas del conurbano bonaerense, por ser nosotros cuatro los más jóvenes de las familias, y por ende los más influenciables. Ese siempre fue nuestro argumento común para unirnos, nuestro común denominador aparte de nuestro fanatismo por Los Tres Chiflados y las Andanzas de Patoruzú; poder hablar de las boludeces que realmente nos interesaban empleando todas las malas palabras sin miramientos y echarle un ojo al culo de la hija de la quiosquera de paso, que estaba rebuena y ni en pinturas nos daba bola. Teníamos doce años cuando nos conocimos, y al culminar nuestro curso de la escuela primaria nos comprometimos en acudir a matricularnos a la misma escuela secundaria juntos: la benemérita escuela industrial E.E.T. nº45 Comisionado Fierro de Merlo.
En el segundo año del industrial fue que
tuvimos que entregar un trabajo práctico de equipo y nos juntamos en lo de
Saralegui para terminarlo. Lo acabamos muy rápido, era perfecto, nos iban a dar
una buena nota por aquel trabajo práctico. Al sobrarnos el tiempo y estar la
casa sola para nosotros, nos decidimos a probar nuestro primer cigarrillo de
marihuana. Patito dijo que lo había confiscado de una caja de zapatos en donde
su hermana mayor, aparte de guardar todas las postales y todas las tarjetas musicales
chinas de feliz cumpleaños que existan en la faz de la tierra, ocultaba la
marihuana. Patito la sacó del bolsillo de la campera de jean ya armada como un
largo brazo de gitano, y casi sin darnos cuenta nos lo estábamos pasando
encendido de mano en mano y largando su tan conocido humo dulzón a mezclarse
con el aire encerrado del comedor de los Saralegui desde nuestras bocas y
narices. Tosimos mucho los cuatro a las primeras caladas, pero después de eso
todo fue fluyendo muy satisfactoriamente. Entonces comenzamos a reír muy
alocados y a corretear por todos lados haciéndonos jugarretas. El gordo Marcelo
se quedó sentado frente al televisor y no paraba de cambiar los canales,
quedándose con la mirada atolondrada y fija en el aparato mientras un hilo de
baba le iba resbalando de la comisura de los labios gruesos. Saralegui y yo nos
fuimos rumbo a la habitación de su hermano, cuatro años mayor que él. Patito
nos siguió. La pieza estaba toda cubierta de posters y recortes de revistas por
todos lados, pegados con cinta Scotch o con Boligoma en las paredes y en el
techo. Salvo el piso de rústica cerámica, ningún vestigio del cemento que se
escondía tras el empapelado se dejaba ver bajo la luz amarillenta de la
lamparita de 40 que colgaba del centro del techo. Estupefactos ante nuestra
vista nos sentamos los tres en la cama y empezamos a hurgar directamente en sus
cosas sin ningún escrúpulo. Revolvimos en sus revistas Pelo y Generación X, en
sus cassettes todos pintarrajeados de birome con prohibido esvásticas en
millones de colores y formas que en fila reposaban muy ordenados sobre un
pequeño estante encima del equipo de música doble cassettera, que acompañaba la
cabecera derecha del catre donde también se apoyaba una guitarra imitación
strato color crema marca F.A.I.M, a la que Patito le sacó unas notas que había
aprendido en el Ministerio de Alabanzas de la Iglesia. Encendimos el equipo de
música y Saralegui apretó el play de la cassettera izquierda para ver que
era lo que estaba escuchando su hermano. Al comenzar la reproducción oímos los
últimos acordes de Rudy can´t fail terminando, el silencio, y después seguido
las primeras notas de Spanish Bombs. Nos quedamos mudos patitiesos los tres. La
música nos envolvió, sonaba tan bien que ejerció un poder casi hipnotizante
sobre nosotros. Nos dominó en absoluto. Al terminar el tema, Saralegui se
acercó de nuevo al aparato y apretó pause. Se dio media vuelta y desde arriba
nos miró a Patito y a mí; le brillaban los ojos marrones. Los tres nos miramos
descreídos; nos brillaban los ojos marrones. Saralegui rebobinó la cinta hasta
el comienzo y de nuevo apretó el play. London Calling. Al otro día en la escuela me aparecí con una
cinta que le robé a mi madre rogándole a Saralegui que me copiase el cassette
entero de los Clash sobre este que conseguí de predicaciones del pastor
Guiraldes. Patito hizo lo mismo con una cinta de Juan Ramón. Al gordo Marcelo
lo tuvimos que obligar a hacerlo, se lo perdió todo, pero nosotros tres nos
íbamos a ocupar en influenciarlo, por suerte al final cedió.
Siempre nos juntábamos al finalizar la escuelita cristiana, a eso de las seis de la tarde; nos juntábamos con nuestros cuadernos anaranjados de tapa blanda debajo de los brazos pasándonos algún cigarrillo de esos infumables que se solían vender por unidad mientras íbamos charlando y caminando a paso firme hasta el quiosco de Calamaro, que estaba a unas tres cuadras de ahí. Muy tirados en el frente del quiosco nos pasábamos el resto de las tardes tomando una Coca-Cola de litro que lográbamos comprar juntando varios vueltos de los mandados que les hacíamos a nuestras madres, y nos rascábamos las bolas hasta caída la noche.
Éramos cuatro, como te decía: el gordo Marcelo, Saralegui, Patito y yo. Nos unían muchas cosas, pienso, pero lo que nos unía muy principalmente era que nuestros padres fueran cristianos evangelistas practicantes y nuestro total y completo desacuerdo en la putada que nos estaban propinando al obligarnos a asistir a esas penosas escuelas de religión típicas del conurbano bonaerense, por ser nosotros cuatro los más jóvenes de las familias, y por ende los más influenciables. Ese siempre fue nuestro argumento común para unirnos, nuestro común denominador aparte de nuestro fanatismo por Los Tres Chiflados y las Andanzas de Patoruzú; poder hablar de las boludeces que realmente nos interesaban empleando todas las malas palabras sin miramientos y echarle un ojo al culo de la hija de la quiosquera de paso, que estaba rebuena y ni en pinturas nos daba bola. Teníamos doce años cuando nos conocimos, y al culminar nuestro curso de la escuela primaria nos comprometimos en acudir a matricularnos a la misma escuela secundaria juntos: la benemérita escuela industrial E.E.T. nº45 Comisionado Fierro de Merlo.
Pasaron
las horas, los días, y un par de años más juntos y unidos que nunca, para que
al fin nos decidiésemos en armar una banda punk los cuatro. El gordo Marcelo en
bajo, Patito a la guitarra, Saralegui a la batería y yo de cantante, en
principio. Los cuatro amigos más juntos
y hermanados que nunca en plena lucha por nuestro legítimo derecho de no querer
que nos obliguen ir a la Iglesia todos los viernes y los domingos a ser parte
de toda esa pantomima de la felicidad y el amor a Dios. Atacábamos al cielo con
nuestro propio fuego de esta manera. Odiábamos las cadenas de oración y esas
putas panderetas, las manos extendidas al cielo reclamando Piedad y todo ese
lloriqueo en supuestas lenguas extinguidas. Lo odiábamos con todas nuestras
fuerzas. Así fue que comenzamos a ensayar a escondidas de nuestros padres al
principio, para que no se enterasen. Logramos improvisar una salita de ensayos
en la casa deshabitada de la tía del gordo, que vivía en capital. No nos salía
nada bien. Siempre íbamos a destiempo o se nos rompían las cuerdas y los
palillos en casi todos los ensayos. Éramos un completo desastre; éramos PUNK.
Intentamos tocar las canciones de los Ramones o de los Toy Dolls miles de veces
hasta que al fin nos salieron medianamente bien. Después de varios meses de
ensayos ya teníamos un muy respetable repertorio de ocho temas: tres de los
Ramones, tres de los Toy Dolls, uno de los Violadores y un último del nuevo
cassette de Flema: Hombre Vicioso.
Al
terminar un ensayo, el del lunes, creo no mal recordar, Saralegui dió el último
sorbo al resto tibio del fondo de un tetra de vino blanco Uvita mezclado con
jugo de naranja Tang y dijo: “Ya es hora de ponernos un nombre, estuve pensando
anoche en Los Escupesangre, suena bien, ¿no?”. El gordo apoyó el bajo en la
pared y me dirigió una mirada aparentemente extrañado de como yo estaba
enrollando el cable del micrófono, como intentando pensar. “Está bueno, pero me
parece medio blandito... que tal Los Nietos de Puta”, respondió. A todo esto
Patito ya había acabado de guardar su guitarra eléctrica, y sentado sobre el amplificador
barato con los codos apoyados sobre sus huesudas rodillas, mientras daba las
primeras caladas a un cigarrillo 43/70, nos lo dijo de una vez y como
completamente compenetrado en la descodificación de un mensaje en clave que
trataba de destramar, como acabado recién de recibir por medio de una
anunciación divina y única la cual debía ser comunicada al resto de la
humanidad para su útil supervivencia ante el inminente cataclismo de los
tiempos, una iluminación que solo él supo recibir e interpretar: “Ya lo tengo:
LA CONCHA DE TU MADRE”. Y se nos hizo la luz. Sonreímos todos en señal de
aprobación. Teníamos nombre.
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