25 de febrero de 2012

Ahí viene tu secreto, celado y mezquino.



Antes de seguir con las nuevas pasiones, te tomaste un tiempo para pensarte a ti mismo, lúdico e insufrible, chapoteando entre los restos de las batallas que libró tu corazón en la ciénaga estancada, cavando esa trinchera en la que te habías sumergido. Y lo dejó como una suela a tu corazón. Como un músculo muerto que el desencuentro de fes tanto te ha hecho enorgullecer en sufrir. Tu pliegue inflamable de dolor incontenible que sobrevino del paso lento cabizbajo del pasado, paralelo en el tiempo con esa emoción irreprochable del futuro. Y solo, entonces, contigo mismo, cuando al caer tu noche envolviéndolo todo en un denso terciopelo negro, viste con buenos ojos dejarte llevar por la silueta de un fuego sigiloso, subiendo, verdaderamente hipnótico por las paredes de la caverna, a la que tus grandes chamuscados restos de pasión imparable fueron a parar, hacia ese único lugar en el que sólo se sobrevive sin amor; la alegría te llegó. Y procuraste no se te escapara. No esta vez. Así fue como conseguiste meterla en una jaula. Alimentarla todos los días. Cuidarla de las inclemencias del tiempo y dejar estirar su languidez con los sonidos de las alboradas, como si de un canarito suburbano se tratara. Tal vez así, tu alma, gozosa esta vez, tan solo se dedicara a esperar el fin de los días. Mas nada por fin te faltaba. Todo ese júbilo, esa alegría. Todo ese amor y ese gozo, encerrado entre los barrotes de un celo moro.

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