Hay
uno de mi trabajo que es insufrible. Cuenta chistes malos todo el tiempo que
siempre le celebramos por no hacerle sentir mal. Él se lo toma muy en serio
esto de caer bien a todos con sus chistes, se le nota que pone mucho empeño en
la selección del adecuado y el momento preciso de contarlo. Es muy hábil en
esos menesteres, hay que reconocérselo, y es un as en materia de omnipresencia
y claridad en la modulación de las palabras. Pero los chistes son muy malos,
muy fuera de lugar, como encontrarle una frase de Sartre impresa a una tarjeta
navideña musical de los chinos. Nada que ver. Y todos nos reímos y festejamos
sus ocurrencias pero en el fondo queremos matarlo, queremos que se calle de
alguna forma violenta, que pare de contar chistes malos después de cualquier
cosa que ocurra, de cualquier frase, de cualquier acción. Y está metido siempre
en las conversaciones de los demás. Es infumable. Y lo peor es su voz. Su voz
es como de mujer. Una mujer de la alta sociedad, además, que pronuncia muy
adecuadamente las fonéticas arreboladas de las erres y las eses. Te mira de
soslayo y siempre parece oler a mierda. Nunca se le nota la caspa en las solapas
de los trajes de saldo. Siempre va peinado para atrás, bien afeitado; camina
rápido, muy rápido, porque le gusta estar en todos lados para mandar alguna
muletilla socarrona o contarle un chistecito corto al oído de alguno de sus
empleados. Es re pesao el colega. El otro día despidió a uno y se le cagaron de
risa en la cara.
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