Entramos los dos a la cocina uno detrás del
otro casi al mismo tiempo, ella por delante. Me senté en la silla de madera que
estaba junto a la mesa del mate y no quise emitir palabra. Teníamos que hablar
de algo por lo que me llamó aparte, para que lo hiciésemos en privado. Ella
quería cerciorarse de que había oído bien lo que le había parecido oír con el
café después de la cena. Estaba aturdida. Me agarró del brazo ni bien el viejo
me saludó de buenas noches y me acarició la frente como buscando fiebre y me
aconsejó de hombre a hombre: "Pensalo".
Dándome la espalda, comenzó a
fregar los platos en silencio, esperé que ella fuera la que hablase primero. Empezó
con la ollita de la pasta y después con la sartén de las milanesas sin decir
nada. Antes de lavar la sartén de las milanesas, filtró el aceite restante y lo
guardó para otros usos en un frasco de mermelada que siempre deja dentro del
horno. Abrió el agua caliente y un poco la fría para que no se le hincharan las
manos. Fregaba y fregaba encorvada, en todo momento yo mantuve la respetable
distancia. Noté como ese pelo un poco canoso cortado a la nuca se le balanceaba
mientras le daba a la faena, masticando la congoja y esperando el momento de
que ya no lo aguantase más y me lo preguntase y esperase una respuesta madura
de mi parte, la que esperaba oírme, recapacitando en mi decisión,
retractándome. Pero siguió sin decir nada raspándole el hollín a la sartén. Me
crucé de piernas y te juro que por un momento una duda me sobrevoló por dentro. Ella pareció
percibirlo al vuelo, se dio la vuelta de repente y con los ojos más celestes
que he visto en mi vida me preguntó:
-¿Es verdad que te vas?
-Si,
vieja, ya compré el pasaje-
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