Hubo una vez que trabajé en la cocina de un
sitio odioso. Preparando unas hamburguesas, el frío filo del cuchillo cebollero
me estremeció desde un dedo que al instante comenzó a sangrarme mucho. Me
rechinaron los dientes de dolor mientras aclaraba el corte con el agua del
lavamanos. Era uno profundo y limpio, de esos de carnicero. Me miré en el
espejo aun estrangulando el pequeño músculo tajeado que no paraba de emanar y
sonreí de lado, de pronto fascinado por la malicia. El parpado derecho me
titilaba asustadizo. Volví a mi partida y sin vacilar metí la mano herida en la
masa de carne picada que estaba a mi cargo. Después de varios años, todavía los
clientes siguen preguntando si soy yo el que preparó las hamburguesas del menú
del día. Aseguran nunca haber probado unas tan jugosas, hechas con tanto amor y
dedicación como las de aquel martes 13 de 2006.
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