Un gran espejo abarcaba toda la pared encima
de los lavamanos, había un cubículo para los que quieren cagar y dos
mingitorios sin separador, me saqué el aparato y meé en uno, solo, la música y
las voces del exterior formaban una bola sonora irreconocible, sentí como el
pis caliente me atravesaba por la uretra hasta ser escupido desde la punta a la
blanca porcelana. El ruido del chorro golpeando el plástico del desinfectante
me relajaba, de la sensación de bienestar que me embargaba se me aflojaron un
poco las piernas y se me electrificó la nuca. De un gesto inestable giré mi
cabeza a la derecha y me ví en el espejo, más joven, el pelo más largo y menos
escaso, más erguido sobre mi estampa y con los hombros más caídos; y mi cara,
mi cara era una promesa que encerraba pasión, era inocente, casi femenina; era
yo el que se reflejaba, el verdadero Joaquín. La meada fue muy larga y
placentera, me acerqué al lavamanos sin quitarme ojo, me enjaboné las manos
usando el dispensador, junté un poco de agua con las manos en cuenco y hundí la
cara, fregué, me la aclaré con más agua y de repente el hechizo se había
esfumado. Bajé decepcionado la vista y pude ver sobre el dispensador de jabón algunos
restos de polvo blanco que parecía bicarbonato. Me sequé las manos, y al darme
vuelta para salir uno entró de un golpe a la puerta, trayendo a sus espaldas un
ruido de locos que venía del bar ya atestado de gente, tenía pinta de gorila en
celo, la mirada nerviosa y desafiante me preguntaba ¿Qué pasa? desde dos metros
del suelo, nos cruzamos unos chasquidos de lengua por el encontronazo y salí
seguido por su venenosa mirada expectante de respuesta, pensando que unos cuantos
años antes me hubiese animado a encarar a cualquiera si la merca estaba bien cortada.
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